Uno de los
dilemas esenciales a los que somete la vida nómada, si se cuenta con la
posibilidad de no recorrer el globo a la manera de los gitanos y se abominan
las prohibitivas y onerosas facultades que acostumbran los diplomáticos, es la
incapacidad de cargar en la valija con el guardarropa adecuado para todo tipo
de clima: recorrer de norte a sur el continente a una velocidad mayor que la de
cualquier otra especie voladora somete el endeble cuerpo humano a las
contingencias del tiempo, que cambian abruptamente dependiendo de la distancia
con respecto al Ecuador.
Señalo lo anterior
porque, pensando en qué llevar en mi maleta hace unas semanas, reparé en un
detalle aún no resuelto por la industria del diseño de ropa: la invención de
ropa unisex nanotecnológica capaz de aclimatarse a todo tipo de clima y ser lo
suficientemente maleable y llevadera para portarse con estilo; de preferencia,
a precios moderados.
Sometido a calores
de más de 40 grados a la sombra en la hermosa ciudad de Mérida hace apenas unas
semanas –luego de visitar las entrañas de los cenotes mayas, concretamente
aquellos que no han logrado ser envilecidos por las hordas de turistas que han
vuelto dichos lugares sagrados balnearios intolerables–, tuve que desplazarme
hacia el sur del continente desde la península yucateca hasta uno de los puntos
neurálgicos de la Patagonia, en la ciudad de San Carlos Bariloche, un
sitio célebre por su belleza y sus
reservas naturales, que incluyen lagos, montañas, bosques y extraordinarios
centros de esquí, por lo que la temperatura promedio rodeó, durante la semana
que estuve frente al lago Nahuel Huapi, los cinco grados menos bajo cero.
Algo debe decirse de
la inmisericorde beldad de Bariloche y es que se trata de un lugar labrado para la fantasía. La despótica
belleza del lago anega y derrama la mirada con azules metálicos que cambian a
lo largo del día, dando la sensación de que uno flota sobre un inmenso lago
tornasolado.
A pocos kilómetros
de la ciudad se encuentra el Cerro Catedral, considerado el segundo mejor lugar
del mundo para practicar deportes de invierno, y muy cerca también se encuentra
el cerro Otto, donde la vista del lago, los cielos y las nieves perpetuas
electriza al caminante.
Las bellezas del
lugar son incontables, y van desde un pesadillesco bosque de arrayanes hasta la
profundidad boscosa de la isla Victoria; lugares a los que se accede desde el
mítico Puerto Pañuelo.
Todo esto viene a
cuento porque, como parte de mi viaje, asistí al desfile de modas Emprendedores
de Nuestra Tierra, convocado por el Hotel Panorama como parte de la
presentación de Moda 2015, donde pudo verse, además del talento de incontables
modistos locales y nacionales, a unas mujeres de fantasía que justamente por su
condición entre lo etéreo-urbano-decadente movían más a la reflexión
introspectiva de la moda considerada como arte que a la lujuria propia de un
sibarita sin opiniones.
El desfile fue
decoroso, con portentos femeninos que demostraban con cada paso y mirada
arrolladora por qué la mujer argentina parte plaza en el mundo entero (Giorgio
Agamben, Matt Groening, Al Pacino, J. M. Coetzee, Matt Damon y hasta el rey de
Holanda no pueden estar equivocados). Sin embargo, lo que más me llamaba la
atención era cómo en ese lugar que en sí mismo era ya un encarnado canto a lo
sublime, el ser humano se las arregla para domesticar la agreste poesía del
entorno a través de banalidades altamente sofisticadas con la intención de
saciar su impulso primigenio de apoderarse a su manera de la combustible
naturaleza.
Confieso que mi
pecho se iluminó con la belleza de las modelos, pero al mismo tiempo pensaba
que poner el deseo a la altura del ojo la majestuosidad infinita de la nieve
con la frágil belleza de las damas era un intento similar por darle a escoger
al espíritu de lo vivo entre la luz
de las estrellas iracundas y el fulgor de las monedas que indolentes gastamos
en la noche. ♦
Por Rafael Toriz