La muchacha del verano


Publicado porUnknown el 1:06 p.m.

Octavio Paz


Tengo que hablaros de ella,
de su fresca costumbre
de ser simple tormenta, rama tierna.
Octavio Paz

Un fantasma recorre el verano: el fantasma de una muchacha ante cuya fugaz, inesperada, milagrosa, feliz presencia, podemos encontrarnos una mañana-tarde-noche-alba u ocaso; aunque si atendemos a los anales de la historia, el mejor momento para verla es el mediodía, la luz meridiana parece ser su elemento, y puede verla un hombre joven, o un viejo (el deslumbramiento será el mismo). Se le puede hallar en los bosques, en la playa, por la calle, en Nueva York, en Trieste, Brujas, Praga, La Habana o Xalapa. Los testimonios de su paso abundan y aquí no se pretende agotarlos, sólo mencionar algunos ejemplos. Acudamos al primero, un poema de Eliseo Diego:

A una joven que se acerca
Tú vienes, tan ligera
como el ángel que va de rayo en rayo
de sol sobre la hierba,
que apenas si se entera
cuando ya fue y no está ni es ni era.

¿Y no te vi otra vez
viniendo así, aunque entonces bien distinta?
¿O será que tal vez
la misma joven pinta
su propia luz y siendo ya es distinta?
¿Qué sabemos los viejos
de tan dulce, fugaz advenimiento?
¡Quedó todo tan lejos
y apenas un momento
cruza tu aroma en el temblor del viento!

La elección de este poema no es tan gratuita ni caprichosa (aunque este ensayo en general pueda ser juzgado, y con razón, como tal). A más de su belleza y excelencia, tiene la virtud de enumerar muchas de las características del momento en que nos hallamos frente a ella: la ligereza (más que ligereza,su levedad, su leve edad) de la muchacha, la brevedad y la fugacidad del encuentro y, sobre todo, su carácter de irrepetible. Y, por si fuera poco, esa cauda, ligera e inolvidable, de su olor: “cruza tu aroma en el temblor del viento”, penúltimo don del generoso encuentro.
El deslumbramiento producido por su imagen, par al de la primera vista del mar o del abismo, produce reacciones de nostalgia, de enamoramiento, de deseo (casi místico) como el que le produjo al colombiano Triunfo Arciniegas, quien la vio y, así fuera por un instante, se sintió redimido, fuera de este mundo, reinstalado en el paraíso:

Penitente

O como la muchacha
que al atravesar el parque
es sorprendida por el viento
y la visión de sus muslos
nos devuelve al paraíso.

Estas son algunas de las cosas que también pueden pasar a quien la ve: la sangre se siente correr en tropel y el aire se aligera y se vuelve puro, tan puro que por ese breve lapso duele un poco al respirarlo (y este breve dolor causa placer), otras veces se alza la vista, y pongamos que quien la ve es un hombre que acude a envejecer a una oficina, lleva aferrado un portafolios, quizá para soñar que es una maleta y que no va al trabajo sino que va de viaje, porque no quiere reconocer que va a una oficina, ese lugar triste donde se sienta desde hace años y donde a veces se sorprende pensando en lo feliz que sería si pudiera escaparse a las once de la mañana y pasear por el bosque, oír quebrarse la hojarasca bajo sus pies, el canto de un pájaro y el ruido que hacen los insectos friéndose en el aire caliente del mediodía. Pues bien, ese hombre gris se topa con la muchacha y, en vez de voltear a verla (sabe que no debe hacerlo, que de hacerlo quedaría convertido en estatua de sal), alza la vista hacia el cielo y ve, como no lo ha hecho en años: las nubes magníficas bogando como lentos y blanquísimos trasatlánticos por el océano de las alturas. Un verde latido golpea su pecho y nace, inesperado, mas bienvenido, el deseo del viaje, de ver una vez más el mar y pisar la arena mojada; hay quien sencillamente piensa en la hermosura y llora un llanto sin penas, tibio y reconfortante, o bien un sentimiento de gozo porque, a pesar de la oficina, de la grisura de sus horas y de sus días, sabe que está vivo. Ese encuentro fugaz se lo ha recordado.
Fugaz: no puede, quien la ve, seguirla, sino en el recuerdo. Como todo milagro, es irrepetible, y sólo una vez en la vida nos es dado mirarla. Ir en su busca sería tan inútil como terrible, no hallaríamos sino su ausencia. En Praga, el poeta Vladimir Holan curiosamente no la vio cruzando un parque, una calle... Se la topó en las entrañas de un edificio:

Encuentro en el ascensor

Entramos en la cabina y estábamos allí solos los dos.
Nos miramos sin hacer otra cosa.
Dos vidas, un instante, la plenitud, la felicidad...
En el quinto piso ella bajó y yo, que continuaba,
comprendí que nunca más la vería,
que era un encuentro de una vez para siempre
y que aunque la hubiera seguido lo habría hecho como un muerto,
y que si ella se hubiera vuelto hacia mí
sólo hubiera podido hacerlo desde el otro mundo.
(Versión de Clara Janés)

Pero ¿quién o qué es esta muchacha? Acaso es una de esas “plenas y puras y serenas y felices” visiones de las que habla Platón en el Fedro? O simple y sencillamente una fuerza, una incursión en nuestro mundo de la belleza, manifestándose como un desorden casual, una ruptura en el monótono transcurrir de nuestros días. No una estatua, pues tiene movimiento, no una música, pues la vemos: un cuerpo. Como el que vio el joven Octavio Paz:

Un cuerpo, un cuerpo solo, sólo un cuerpo,
un cuerpo como día derramado
y noche devorada;
la luz de los cabellos
que no apaciguan nunca
la sombra de mi tacto;
una garganta, un vientre que amanece
como el mar que se enciende
cuando toca la frente de la aurora;
unos tobillos, puentes del verano;
unos muslos nocturnos que se hunden
en la música verde de la tarde;
un pecho que se alza
y arrasa las espumas;
un cuello, sólo un cuello,
unas manos tan sólo,
unas palabras lentas que descienden
como arena caída en otra arena...

Si, como decía Amado Nervo, lo feo es la materia que sufre, entonces la muchacha es la materia que canta, la materia que ríe, la materia que danza a cada paso, a cada bamboleo de sus caderas... Y sus piernas. ¡Ah... las piernas! Sí, como bien sabía Vinicius de Moraes, las piernas son de vital importancia. Así no lo señala en aquel memorable poema que inicia con una sincera, pero cruel disculpa: “Las muy feas que me perdonen...”, para después enumerar todas las cualidades que a su juicio debe tener la muchacha: ojos, cuello, boca, manos, pies, caderas... y al llegar las piernas, nos dice:

Que los miembros terminen como tallos,
y bien haya un cierto volumen de muslos
y que sean lisos, lisos como pétalo
y cubiertos de suavísima pelusa
sensibles, sin embargo, a la caricia a contrapelo...

No fue, ni por asomo, el primero en reparar en esto. Tampoco el último. Ramón Rodríguez apuntó en su retrato de una deseada/indeseada muchacha que sus piernas “empiezan en el Cabo de Hornos / y terminan en la calle principal de Milwaukee”. Y otro poeta veracruzano, José Homero, nos dice también que:

en calles de incierta geografía
dos piernas como torres paralelas
de aceite ungidas, por la luz roídas,
el cielo nublan, la
                              noche moldean.
altas, mórbidas, columnas marmóreas
que soportan cúpulas, entreabren grietas;
sinuosos caminos que la fronda oculta.

Ah, pero no se crea que todo es, o debe ser, piernas... El rostro, ah, el rostro. Hablemos del rostro de la muchacha, que en la Leyenda Artúrica nos describen alta frente inmaculada y lisa. “Las cejas morenas y de trazo perfecto, de tan bellas diríase que habían sido dibujadas con la mano, ligeramente estiradas hacia las sienes y bien separadas entre sí”. Y qué decir de sus ojos, dueños de una expresión tan sutil, “que la flecha de su mirada habría conseguido traspasar fácilmente el espesor de cinco escudos, alcanzando de este modo el corazón oculto en el pecho”. Ay, pobre de aquel que nunca la ha visto, así sea con el rabillo del ojo cuando, sin saber por qué y poco antes de que arranque un autobús que ha de llevarte muy lejos, ladeas la cara y ahí, tras una lejana, inalcanzable vidriera, la ves apenas unos instantes antes de que el autobús del destino te lleve para siempre lejos de su presencia.
Para describirla, James Joyce inventó un género literario: la epifanía. Para los cristianos, la epifanía es la manifestación de Dios, la revelación que Dios hace a los hombres. Pero para Joyce, hombre más carnal que espiritual, la epifanía es, según nos dice Hernán Lara Zavala, la “súbita manifestación espiritual que puede revelarse mediante el lenguaje, un gesto o una frase memorable de la propia mente... es decir, una revelación de la realidad interna de una experiencia acompañada de un sentimiento de júbilo o tristeza tal y como se da en la experiencia mística; es una revelación espiritual, la revelación de un misterio de manera imprevista, el detalle trivial convertido en símbolo prodigioso, lo más delicado y evanescente de un momento importante”. El sujeto que ve, que es bendecido por la visión de  la muchacha puede ser un niño o un hombre viejo, cobra conciencia de la belleza, se convierte en un creyente: la belleza existe. Joyce la vio, y la describió así:
Una muchacha estaba ante él en medio de la corriente: sola e inmóvil, mirando hacia el mar. Parecía una criatura transformada como por encanto en un extravagante y hermoso pájaro marino. Sus largas piernas desnudas y delgadas eran delicadas como las de una garza, e intactas, excepto en el punto donde una huella esmeraldina de alga era como una señal sobre la carne. Los muslos, más llenos, suaves como el marfil, aparecían desnudos casi hasta las caderas, donde los bordes blandos de los pantaloncitos eran como un plumaje de suave pelusa blanca. Las enaguas de color gris estaban audazmente arremangadas hasta la cintura y colgaban por detrás como cola de paloma. Tenía el seno como el de un pájaro, suave y delicado, delicado y suave como el pecho de una paloma de oscuro plumaje. Pero sus largos cabellos rubios eran infantiles: e infantil, tocado por el milagro de la belleza mortal, su rostro. Estaba sola e inmóvil y miraba hacia el mar; y cuando reparó en la presencia de Stephen y en sus miradas de adoración, volvió los ojos hacia él sosteniendo tranquilamente su mirada, sin mostrar ni vergüenza ni coquetería... ¡Dios mío! –gritó el alma de Stephen en un estallido de alegría profana... Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángel de la juventud y de la belleza mortal, un mensajero de las justas cortes de la vida, para abrirle de par en par en un instante de éxtasis las puertas de todos los caminos del error y de la gloria. ¡Adelante! ¡Adelante!

Pero ella, la muchacha pájaro, la muchacha estrella, viento y fuego, ella, la que por naturaleza es fugitiva, al contrario de su recuerdo que, por naturaleza, es permanente, indeleble, siempre camina en dirección opuesta a nosotros, pasa a nuestro lado como la ráfaga de viento más pura, refrescante, vital e inolvidable que nuestra memoria pueda recordar. Y ella pasa, pero su recuerdo camina a nuestro lado y nos sigue, o nosotros la seguimos como un perro fiel o una segunda sombra.
Su cabello, casi oro, casi ámbar, casi luz; su minifalda color bronce y su blusa del color del sulfato de cobre… La frente, fenestrada, pulida y refulgente, su cabello atado en una graciosa cola de caballo. Ese fantasma que recorre el mundo es también la línea que divide nuestras vidas en antes y después. Pasado siempre presente. Reinvención que nos reinventa: no tocamos su piel pero sabemos que es suave, no oímos su voz pero juramos que es melodiosa, como rítmico es su andar que mece suavemente sus caderas... su piel sabe a mar y a naranjas... 

Ya brillante como el verano, ya lánguida como virgen prerrafaelista, ella camina sin pausas, sin prisas, nunca nos ve, acaso porque ella está viva, y nosotros, los que nos creemos vivos, somos los fantasmas. Sí, ella es real, nosotros somos los que no existimos. Yo la vi una mañana de… (en realidad la fecha no importa) con su pelo corto y una diadema lapislázuli y su paso ligero y su pelo castaño y su suéter verde oliva con cuello de tortuga y sus largas piernas. Yo la vi... y el aire olía a duraznos: era ella, la es en sí misma, la que no es moralmente buena ni moralmente mala, sino simplemente bella, del mismo modo que la virtud no es estéticamente buena ni estéticamente mala, sino moralmente buena. Era ella: la belleza pura, completa, egotista y solitaria que, como el sol, no tiene más función que iluminar el mundo de los que yacen a oscuras; ella, la que no tiene otro oficio ni otro valor que el de ser bella... Y el aire olía a duraznos.





Por Rafael Antúnez

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