En su célebre libro ¿Cómo nacen
los objetos?, luego de hablarnos de la manera adecuada para preparar arroz
verde, Bruno Munari refiere la metodología proyectual a la que habrá de
enfrentarse un diseñador para resolver un problema que es, a la vez, funcional
y estético, y que terminará en una solución material, en un objeto diseñado.
Tras esa pregunta, que es retórica –¿cómo nacen los objetos?–, Roberto
Rodríguez parece haberse hecho otras: ¿cómo ciertos objetos pasan a ser otra
cosa al perder su significación o sentido después de olvidarse su origen o
función específica y transformarse por ende en artículos raros, peculiares,
coleccionables y decorativos y eventualmente en materia de estudio y de
reflexiones de diversa índole, entre otras cultural, social y económica? ¿Cómo
es que tales objetos se vuelven depósitos de atributos diversos a partir de las
modas, los hábitos y sin duda gracias a una común vocación por explicar,
definir, etiquetar las cosas? ¿Cómo se
pasa de lo utilitario, del uso simple, a la suerte de culto que llegan a
merecer objetos que fueron cotidianos al menos en un determinado momento y
lugar?
A
partir de preguntas e ideas semejantes, Rodríguez se impone el reto, que es
también juego, de crear contenedores absurdos, ilógicos en virtud de sus
incapacidades prácticas, para especular en torno al orden epistemológico que
remite a los principios, fundamentos, conceptos y métodos por los cuales nos
hacemos de conocimientos y criterios acerca de “la realidad de las cosas”, la
cual se justifica desde esa objetividad que se suele explicar como una cualidad
independiente de la manera de percibir, pensar o sentir de un sujeto que
paradójicamente tendrá, para el efecto, que sustraerse a la subjetividad.
Como
los de Roberto Rodríguez son objetos que evocan o insinúan otros, aunque
intencionalmente divergentes de la lógica y utilidad de ellos, la obra en su
conjunto indirectamente construye juicios alrededor de una teoría del
conocimiento por partida doble: casi como un pleonasmo adrede, cuestiona la noción del “ser de las cosas” y de paso la
objetividad del objeto, por cierto entre hechuras otra vez notables. Son
alrededor de 80 piezas de entre 15 y 60 centímetros de altura, en cerámica de
alta temperatura, dispuestas en estantes de madera a modo de una instalación
que se intitula Relatos del tiempo y que se exhibe en el Jardín de las
Esculturas desde el 12 de agosto. En tanto contenedores inservibles, aquéllas
nos recuerdan de nuevo a Munari, esta vez por sus macchine
inutili o máquinas inútiles de 1933, que un día fueron consideradas
antecedentes de los móviles de Calder, las primeras en cartones e hilos y éstos
con metales y cables.
Hay
otros paralelos, como con las máquinas de Rube Goldberg, dispositivos absurdos
que generalizadamente pasaron a ser cualquier cosa para “llevar a cabo algo, de
una manera redundante extremadamente compleja, que real o aparentemente podría
ser hecho de una manera simple”, según decía el Webster´s. Están también las
máquinas de Pol Bury o de Jean Tinguely y muchos otros casos que remiten a
aparatos o cosas que no sirven. Sin embargo, los contenedores de Rodríguez no sólo son inservibles,
absurdos e ilógicos sino que son híbridos en que intervienen elementos que
provienen de la memoria y de la imaginación, no sin cierta dosis de nostalgia y
sobre todo de esa idea que subyace acerca del qué es y para qué sirve, lo que
de acuerdo con el autor llega a diluirse con el tiempo y, por supuesto, mucho
en virtud del desarrollo tecnológico que inflexiblemente desplaza formas y
modos de hacer que fueron típicos.
De otra
parte, se trata de objetos seductores, atrayentes y en buena medida simpáticos,
poseedores de esa gracia invariable que suele tener la obra de este artista
cuya tarea habitual es acentuar lo íntimo. ♦
Por Omar Gasca